Saberes indígenas y ciencia climática
En los veinte años transcurridos desde que conozco y visito a la gente de las islas Torres, las más remotas del archipiélago de Vanuatu en el Océano Pacífico, han acaecido dos sismos de más de 7.0 Mw de intensidad. Estos terremotos hundieron y levantaron, respectivamente, distintas partes de las islas, destruyendo huertos y playas, al mismo tiempo que provocaron marejadas peligrosas. Pero también dieron lugar a superficies nuevas para la construcción de huertos costeños y plantaciones cocoteras, que los isleños aprovecharon al máximo. A su vez he podido atestiguar los efectos de cuando menos tres huracanes de gran poder destructivo, incluyendo dos de categoría 5 en la escala de Saffir-Simpson. Me refiero a los huracanes Yasi (enero-febrero de 2011) y Donna (abril-mayo de 2017). En ninguno de estos casos ha muerto un solo isleño. Supieron protegerse, y compusieron pronto los daños materiales. Compárese ese dato de resiliencia extraordinaria con la muerte y destrucción que generó Yasi cuando hizo tierra sobre la costa australiana. En febrero de 2011 cayó sobre las ciudades de Cairns y Townsville, provocando el desplazamiento de más de 10,000 personas y generando un total de 3.6 mil millones de dólares australianos en daños. Fue la tormenta más costosa y destructiva en la historia de Australia. Resulta irónico, por decir lo menos, que ahora sean expertos australianos quienes pretendan enseñarles a los isleños a adaptarse al cambio climático.
Conocimiento local vs. conocimiento universal
“¿Cómo podría hundirse una isla que flota?” Esta pregunta me la han planteado los habitantes de las islas Torres, que consisten en seis diminutos montículos de tierra y coral que se elevan, verdes y fértiles, apenas por encima del inmenso y profundo mar que las rodea. Están etiquetadas como “líneas del frente” del cambio climático, porque son percibidas como susceptibles a “hundirse” debido al alza de los niveles del mar. La inquietud de los isleños nos refiere a un problema crítico para las estrategias con las que habremos de adaptarnos a la crisis climática que nos confronta: el contraste entre las formas locales de entender y relacionarse con el mundo y el modelo de conocimiento científico que sustenta nuestra idea moderna de la naturaleza.1 Un punto de partida necesario consiste en comprender que ambas formas de conocimiento no son mutuamente excluyentes. La validación de una no anula a la otra. De hecho, siempre se han complementado, aunque el hecho pase desapercibido e incluso pueda resultar imposible, cuando es visto desde el discurso racionalista de la modernidad científica. ¿Cómo imaginar que unos saberes informales, indígenas o ancestrales pueden guardar la misma equivalencia y efectividad que el corpus científico, riguroso y objetivo, producto de siglos de pensamiento crítico, experimentación y deducción verificable sobre el cual hemos construido una civilización global? Este contraste es equívoco, pues una forma de conocimiento no es directamente equiparable con la otra, cada una se erige sobre principios y objetivos diferentes. La ciencia es producto de procedimientos controlados, experimentales, deductivos y prescriptivos, siempre inacabados y mejorables, que buscan rendir al mundo legible bajo ciertos principios o leyes generales, con base en criterios universales de objetividad. El conocimiento local, por su parte, es indisociable de una diversidad de percepciones subjetivas que por naturaleza son afectivas y sociales. Más aún, hay una pluralidad de conocimientos locales, toda vez que emergen de relaciones mutuamente productivas, materiales y empíricas, pero también espirituales, entre la persona y el medioambiente.
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